Con este relato participo en el concurso de relatos navideños de Zenda, #cuentosdeNavidad
Familias felices
No es cierto eso de que todas las familias felices se parecen. Al menos no del todo. La nuestra es una familia normal como la que más, en el peor sentido del término. Somos normales hasta que llega la navidad y ahí es cuando pinchamos. Como todo el mundo, supondréis, pero no, y ahí es donde nos diferenciamos del resto de familias felices. No hay discusiones por herencias ni reproches por los helados que nos comimos cuando no debimos en el verano de 1992. Nuestro momento crítico del año viene tras la cena de Nochebuena, cuando ya hemos recogido toda la comida y en la mesa solo quedan dulces y un rastro de papeles de bombones que llevan hasta mi padre y mi hija mayor, Celia.
Es ese el momento, justo ese, en el que se hace un silencio expectante. Este año la cena fue en mi casa por lo que me correspondió a mí hacer la pregunta.
–Bueno, ¿qué película vemos?
Y es aquí cuando, de manera invariable, se desata el caos. Un caos que acaba con más o menos la mitad de la familia ofendida, un ganador que disfruta, más que de la película, de la superioridad moral de saberse vencedor, y algún que otro portazo y abandono de la casa para volver más tarde con una disculpa. No sé porqué seguimos insistiendo año tras año si ya sabemos cómo acabamos, pero así somos, qué se le va a hacer. Celosos con nuestras costumbres.
Mi hermana quería ver ‘Pesadilla antes de Navidad’, en un intento por acercarse al goticismo como última vía para volver a conectar con su hija adolescente. Mi marido y yo ya le habíamos intentado explicar que Tim Burton ya no era tan conocido como en los noventa, pero ella ni nos escuchaba. Podríamos echarle la culpa al reciente divorcio pero la realidad es que no nos ha escuchado nunca. Mi hermano, intentando impresionar a su nueva novia, sugirió un titulo larguísimo en coreano, mientras la chica lo miraba extasiada, pero su cara de alucine no tenía precio cuando se empezaron a alzar las voces de protesta. Por mi parte me conformaba con cualquier película con Alan Rickman, por razones obvias.
-Yo creo– empezó a decir mi marido –que como estamos en mi casa debería ser yo el que decida. Vamos, por lógica.
Miradas furibundas por mi parte, gritos airados por parte de mis hermanos. Lo normal del espíritu navideño, vaya.
–Deberíamos ver ‘Los fantasmas atacan al jefe’– mi marido tiene una clara obsesión con esa película, no sé si por algún tipo de trauma infantil o por la moda de la nostalgia ochentera, pero todos los años hace la misma propuesta.
–Sí hombre, otra vez los putos fantasmas de los cojones– mi hermano se había levantado de la mesa y había tirado una copa, ante la mirada horrorizada de la chica que, ahora lo sabemos, no iba a llegar al nuevo año con él.
–Si queréis fantasmas yo tengo algo que contaros– la voz de mi padre se alzó y de repente se hizo el silencio. Desde que había muerto mi madre él se abstenía de proponer películas y era raro verlo hablar en un momento como este.
–Abuelo, ¿es verdad que intentaste hacer la primera comunión dos veces para que el cura te diera churros con chocolate?- la que había hablado era Celia, mi pequeña Celia, que con siete años ya tiene alma de futura diabética, de lo obsesionada que está con los dulces.
–Sí, cariño, pero eso no es lo que quiero contar- mi padre se aclaró la voz con un trago de anís y empezó su relato–. Cuando tenía seis años estuve muy enfermo en Navidad. Mi madre, que como todas las madres de aquella época, estaba demasiado ocupada cuidando de media docena de hijos, trabajando y llevando la casa, apenas si me podía dedicar tiempo mientras preparaba la cena de Nochebuena, que tampoco os creáis que era como ahora. Se apañaba lo que se podía. Yo estaba en la cama y tenía la fiebre tan alta que temían que no llegara al día de Navidad. Estaban cenando cuando llamaron a la puerta y aunque abrieron, no había nadie. Volvieron a cerrar, pero entonces Canela, nuestra perra, que me había abandonado con la esperanza de recoger algún bocado de la cena, empezó a gimotear y acabó huyendo a la cocina, cosa rara en ella mientras hubiera comida en la mesa.
»Escuché lo que parecía un chapoteo y el inconfundible ruido de unos pies descalzos en mi habitación. Supuse que sería alguno de mis hermanos pero no podía ver con claridad. Fue entonces cuando noté unas manos heladas en la cabeza, con un frío que me traspasó el cráneo y me espabiló de golpe. Solo pude gritar llamando a mi madre y al punto noté la manta chorreando, como si la hubieran sacado de un balde con agua fría. Mi madre llegó corriendo, alertada por el grito, y entonces se llevó las manos a la boca. Estuvo así durante unos segundos y luego corrió a abrazarme. La fiebre me había bajado y desde ese momento quedé fuera de peligro.
»–Antoñito– dijo mi madre–. Ha sido Antoñito el que ha velado por ti.
»Me señaló entonces las huellas inconfundibles que unos pies infantiles y mojados habían dejado en el suelo alrededor de mi cama. Antoñito era mi hermano y había muerto ahogado en el río poco después de nacer yo, justo cuando tenía mi edad. Mi madre murió convencida de que mi hermano Antoñito había vuelto de la tumba para salvarme y yo, después de todo lo que he visto en esta vida, no tengo razones para dudar de ella.
Mi padre se calló y todos nos quedamos en silencio, bastante impresionados. Se escuchó entonces una tosecilla y Celia se acercó a mi padre.
–Abuelo, ¿puedo preguntarte una cosa?
–Claro que sí, cielo.
–¿Eso fue antes o después de lo de los churros?
Sarah Manzano